Jorge Tamames Grasset, periodista y graduado en relaciones internacionales, colaborador en la revista Política Exterior
Articulo publicado el 25 de marzo de 2014 en revista Política Exterior:
http://www.politicaexterior.com/archives/16609

Suárez nunca estuvo destinado a pilotar la Transición. Manuel Fraga tenía más credenciales reformistas; José María de Areilza, una trayectoria más sólida. Ambos se veían con una experiencia, cultura y aptitud muy superiores a las de aquel advenedizo de provincias que había medrado en las filas del Movimiento, y que se convirtió en presidente gracias a la habilidad con que Torcuato Fernández Miranda manipuló al Consejo del Reino. Y si Fernández Miranda orquestó la elección, lo hizo únicamente porque vio en Suárez el brazo ejecutor de su proyecto político.
Ésa, al menos, era la teoría. Que Suárez debía su carrera a la Corona. Que actuaría como correa de transmisión de Fernandez Miranda, eminencia gris del Rey. Que se quemaría a lo largo del proceso y pasaría el relevo político tan pronto como el franquismo hubiese dado el último espasmo mortuorio.


¿Tienen este valor nuestros actuales dirigentes políticos? La pregunta es retórica. Si los padres de la Transición han sido idealizados hasta extremos sonrojantes, el coraje de Suárez –y el de su vicepresidente de Defensa, Manuel Gutiérrez Mellado–, es la excepción que confirma la regla.
No por eso era perfecto. Su predilección por el regate corto y la improvisación no siempre dieron un resultado positivo. Ahí queda el Estado de las Autonomías, fruto de un proceso confuso que continúa en vigor; no tanto por su éxito como por la idealización de la Constitución de 1978, intocable a menos que Bruselas exija su reforma. Al igual que Mijail Gorbachov en la Unión Soviética, Suárez, que dominaba las reglas del franquismo, pronto se mostró incapaz de operar bajo las de una democracia. Así lo demuestra de 1978 en adelante, aislándose en La Moncloa mientras las élites del país reniegan de él.

Es una ironía triste que Suárez haya muerto sin publicar sus memorias. A Paloma Aguilar le corresponde el mérito de destacar el parecido entre las palabras amnesia y amnistía, y utilizarlo como símbolo del pacto del olvido que tuvo lugar durante la Transición. Las sociedades que pasan por periodos traumáticos necesitan poner el pasado en su justo lugar, pero la española jamás ha realizado ese esfuerzo. Las heridas del pasado no cicatrizan. La negligencia tiene un precio. Y como si el peso del olvido colectivo hubiese recaído sobre sus hombros, Suárez, consumido por el alzhéimer, llegó al final de su vida sin memoria. A los que seguimos aquí nos corresponde recordar.
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