Pedro Chaves Giraldo, Profesor de Ciencia Política y miembro deEcononuestra.
Las cifras que expresan la desconfianza hacia la política,
los políticos y los partidos políticos son espectaculares, desconocidas, sin
precedentes. Cualquier expresión que usemos se queda corta para dar cuenta de
un fenómeno que, no siendo nuevo, ha alcanzado cotas sin parangón.
Curiosamente, el malestar ciudadano, el cabreo generalizado con lo que ocurre
se ha concentrado en la política por razones diversas: porque se ha percibido
la colusión de intereses entre la política y los negocios; porque se ha hecho
obvio que una parte de las decisiones políticas obedecen a razones no de
interés colectivo sino de triste y siniestro afán privado; porque, cuando se ha
expresado una voluntad política distinta, no se ha tardado mucho en comprobar
la inanidad del enunciado o la fragilidad real de la propuesta. En este grupo
de razones pesa mucho el dominio del mercado, la condición mercadocéntrica de
nuestras sociedades y el impacto sobre todo el funcionamiento social e
institucional.
Otras razones son una respuesta airada a la corrupción de
los partidos, al mangoneo puro y duro. Son miles los sumarios de corrupción en
los que están involucrados cargos públicos. Y en todos ellos el cargo público
era la llave que habría la puerta del tesoro. El gran tesoro de los enanos sin
los riesgos de morir calcinado por los volcánicos rugidos del dragón Smaug. Y
ha molestado y cabrea no solo la corrupción, que va de suyo, sino la evidencia
de que los partidos cuyos cargos habían sido pillados con las manos en la masa,
estaban protegiendo a los mangantes. Y que instituciones que podrían y deberían
haber frenado ese vórtice negro de la democracia, o se inhibieron o
consintieron o se enriquecieron o las tres cosas a la vez.

Estos elementos han crecido al calor de la burbuja
inmobiliaria y el boom económico primero y de la gestión de la crisis después.
Pero se alimentan también de cuestiones que son propias de los modelos
representativos y de la cultura política de cada país. Decía Alvárez Junco y no
sin razón, que el elemento más constante de la cultura política en España era
la antipolítica. Pues eso desde finales del XIX, por decir algo.
Por otra parte, los sistemas representativos llevan en su
ADN un error de origen. Algo así como un fallo sistémico ineludible. La
representación es una mediación basada en dos supuestos que no pueden ser
demostrados: la primera es que el representante representa de manera efectiva a
los representados. Aquí entraríamos en los problemas de agencia, tan conocidos
en la ciencia política y que nos obligan a considerar los intereses específicos
de los representantes y sus potenciales conflictos con los intereses de los representados.
Además de reconocer que no hay ningún buen procedimiento que garantice al mismo
tiempo una deliberación de calidad, la eficacia en la toma de decisiones y la
consideración sin exclusiones de los intereses más importantes en nombre de un
imaginado bien común.
Por último, todos los procedimientos para convertir en
representación los deseos de la comunidad política tramitados a través de
procesos electorales, tienen algún problema que, en un punto u otro, desvirtúan
la voz de la comunidad política.
Así es que en estas estamos. Los problemas de la
representación política más los de la desconfianza han generado un nudo de
problemas de difícil solución. Lo único que no es una alternativa es no hacer
nada. Los partidos enrocados en lo de siempre o pareciéndolo bajo las más
variadas excusas contribuye a reforzar la desconfianza y la desazón.

Por eso el vector de la participación, la transparencia y la
democracia en el seno de los partidos, sin ser la única respuesta a la
desconfianza aparecen como una parte importante y necesaria de la alternativa.
La solución a la desconfianza, si es que podemos hablar así, no depende solo de
los partidos políticos. Si la crisis es la expresión de lógicas complejas,
multidimensionales y trabadas entonces hay varios nudos que desenredar y el de
los partidos es uno de ellos.
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